Primero, porque odian los mecanismos de control y equilibrio.
Los autócratas no creen en la tolerancia mutua entre oficialismo y oposición, no creen que sus rivales deban ser adversarios legítimos, no creen en la oposición porque representan una camisa de fuerza.
No solo que no creen en la oposición, sino que utilizan su poder contra sus “enemigos”.
Este poder temporal lo utilizan para perseguir política y judicialmente a sus adversarios que en ese momento no cuentan con protección política.
Los populistas generalmente son personajes mesiánicos que afirman encarnar la voz del pueblo y que luchan constantemente una guerra comunicacional contra lo que describen como una élite corrupta y corruptora.
Tienen la tendencia a negar la legitimidad de los partidos establecidos, a quienes atacan tildándolos de “estar en contra de la democracia o en contra del pueblo”.
Los populistas, en muchas ocasiones, carecen de inteligencia emocional y por eso no saben manejar la crítica, pues buscan debilitar a sus “enemigos” mediante el acoso, la compra de conciencias.
Un demócrata, al contrario, puede estar en desacuerdo con sus opositores, puede sentir un profundo desprecio por ellos, los contrarios pueden ser una piedra en el zapato, un obstáculo para llevar a cabo sus promesas de campaña, pero los acepta como sus contrincantes legítimos.
No existen enemigos en política, solo adversarios.
No hay necesidad de judicializar la política y politizar la justicia.
Tus adversarios tienen el mismo derecho a existir que lo tienes tú y a competir por el poder como cualquier otro. Pueden gobernar juntos, inclusive, si lo que buscan es el beneficio del país.
Podrá haber desacuerdos en la política, pero el diálogo y el consenso deben siempre anteponerse a cualquier situación por el bien de la ciudadanía. Interpretar la política como una guerra entre “amigos” y “enemigos” es una visión errónea que jamás llevará a acuerdos ni a cambios profundos.
Andrés Elías