Un tiburón nadando en los andenes del metro en Nueva York. Otro rebasando un automóvil en uno de los anillos periféricos de Houston. Vientos que hicieron que una persona volara literalmente por los aires en Miami.
Durante la temporada de huracanes y tormentas de 2017 estas imágenes y videos circularon una y otra vez por las redes. Un video en particular, que afirmaba mostrar la devastación del huracán Irma en el Caribe, fue visto por más de 20 millones de personas en sólo 24 horas.1
La situación es que se trataba en realidad de una grabación de 2016 —o quizás incluso antes— de un tornado en un país situado a miles de kilómetros de distancia. No era huracán y no ocurría durante 2017. A primera vista y al primer clic, era difícil darse cuenta, al grado de que incluso meteorólogos profesionales y medios de comunicación daban por genuino el video.
En una segunda inspección —una de las marquesinas de los negocios que aparecen en el video tiene su nombre escrito en español, mientras que el autor sostiene que el testimonio proviene de Antigua y Barbuda, donde sólo se habla inglés— no era tan difícil darse cuenta de la rareza del suceso. Ya para entonces era demasiado tarde. El pánico fue sembrado. Casi nadie se tomó la molestia en verificar si los videos eran ciertos o no.
Tal y como ocurrió casi 80 años antes. Mismo pánico, mismas reacciones, mismos medios propagando el miedo y la desinformación.
El 30 de octubre de 1938 miles de estadounidenses encendieron su radio como era costumbre. En ausencia de televisión, que estaba a unos cuantos años de convertirse en el medio más popular de entretenimiento, la radio era la diversión familiar perfecta.
Pasadas las ocho de la noche, como sucedía desde julio, el programa Mercury Theater on Air, creación del prodigio Orson Welles, de apenas 23 años, iniciaba su transmisión. El programa comenzaba a despertar interés; aunque no estaba ni cerca de ser lo más popular de la hora el número de radioescuchas iba en aumento e incluso alcanzó los cientos de miles.
No era para menos: a lo largo de una hora, Welles y un gran reparto de actores dramatizaban libros clásicos. En su primer episodio adaptaron Drácula de Bram Stoker, y, a pesar de tener baja audiencia, el programa generó revuelo por transmitir contenido que en ese entonces se consideraba demasiado tétrico para las ondas radiales.
Entre las obras que seleccionaron para su interpretación también se encontraba La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson, El conde de Montecristo de Alejandro Dumas y Julio César de William Shakespeare.
Sin embargo, para el episodio 17 del serial, Welles, el productor John Houseman y el escritor Howard Koch tenían una idea novedosa. Utilizarían otra obra, una “inadaptable” por un problema fundamental: se trataba de una novela sobre el avance de la tecnología en el siglo xix y sus implicaciones en la sociedad británica. Este gran clásico de la ciencia ficción necesitaba actualizarse y modificarse para que fuera relevante para el público estadounidense.
Ésa fue la razón de que Welles y sus compañeros decidieran reescribirla. En lugar de la campiña inglesa, la trama sucedería en Nueva Jersey. En lugar del siglo xix, se modificaría para que ocurriera durante el presente. Y, para darle el mayor realismo posible, se transmitiría en tiempo real. El programa duraría una hora y se narraría en el estilo de las noticias del momento: lectura de boletines con interrupciones y entrevistas y “reportajes” desde el lugar de los hechos.2
Al principio de la transmisión, Welles leyó su mensaje acostumbrado. Lo hizo de manera veloz y, dado que ocupó escasos segundos, hubo quien no alcanzó a escucharlo y jamás se enteró que los siguientes minutos serían ficción, puro entretenimiento: simulación.
Segundos después llegó una introducción un poco más larga e incomprensible para el radioescucha común y corriente: sólo una frase destacaba que la narración ocurría en 1939, un año más tarde. Nadie, salvo quien prestara una cuidadosa atención a cada palabra, hubiera seguido el juego.
Si se tiene en mente que escuchar la radio durante esa época era el entretenimiento familiar, era posible que las personas no lo escucharan en silencio; que comentaran el programa y que obviaran algunos detalles clave como ése.
El audio dio pie a una transmisión musical ligeramente desafinada que daba la impresión de tratarse de un concierto en vivo.
El grupo (inventado) Ramón Raquello y su orquesta tocaba los éxitos del momento como La Cumparsita y Stardust, para que la gente relacionara la transmisión con su actualidad. Pero cada que una canción estaba por concluir, algo la interrumpía: boletines “especiales” emitidos por el (inexistente) reportero Carl Philips, quien entrevistaba al (inexistente) profesor de astronomía de Princeton, Richard Pierson. Pierson, en el tono solemne de un académico, comentaba a Philips que alertó minutos antes al gobierno de un cúmulo de explosiones en la superficie del planeta Marte. Al terminar el boletín, la música de Ramón Raquello hizo que la calma regresara a los oídos del público, aunque sólo por unos minutos.
La narración y producción aceleraron el drama hasta que, al filo de la media hora de transmisión, Philips reportó que un meteorito con apariencia cilíndrica había hecho contacto con el pueblo (éste sí verdadero) de Grover’s Mill en Nueva Jersey.
Los marcianos invadían la Tierra.
Los reportes de lo que sucedió después difieren entre sí. La historia, mitificada a lo largo de los años, dice que la transmisión de La guerra de los mundos generó pánico nunca antes visto. Que hordas de estadounidenses, aterrorizados por la invasión marciana, salieron a las calles o se encerraron en sus sótanos. Que el miedo fue tal que hubo accidentes de tránsito y pueblos enteros pararon sus actividades.
Sin embargo, Brad Schwartz, autor de Broadcast Hysteria: Orson Welles’s War of the Worlds and the Art of Fake News, el libro más detallado sobre el tema, afirma que el miedo del que se habla jamás existió. Ocurrió, pero por motivos distintos a los que uno pensaría.
Es cierto que hubo casos como el de Estelle y John Paultz, una pareja cuyos ahorros después de la Gran Depresión, la mayor recesión económica de Estados Unidos, eran de apenas seis dólares. Los Paultz, que encendieron la radio cuando la narración de la llegada marciana estaba en su apogeo, recogieron sus cosas, abrieron de par en par la puerta de su edificio y gastaron todo su dinero en pasajes de tren para escapar de los marcianos. No fue hasta que estaban a muchos kilómetros de distancia de su hogar que conocieron la dolorosa verdad: fueron engañados por un programa de entretenimiento. Sin una moneda en su bolsillo, los Paultz tardaron días para volver a casa.
El daño más grave no lo causó la transmisión sino los medios de comunicación que la cubrieron. The New York Times, el periódico más importante de Estados Unidos, habló de “histeria masiva”. Otros medios utilizaron palabras tan vagas como “muchos”, o expresiones como “en varios lugares” para describir la noticia, sin aclarar cuáles o cuántos, para referirse a la supuesta histeria.
Dos años más tarde, la Universidad de Princeton publicó un estudio sobre la transmisión que terminaría por convertir el mito en verdad: The Invasion from Mars, a Study in the Psychology of Panic, escrito por Hadley Cantril. En su análisis, Cantril narró historias increíbles que sucedieron a lo largo del país, desde lugares como San Francisco, en la costa oeste, hasta Indianápolis, en el centro.
El problema del estudio, relata Schwartz, es que en lugar de utilizar datos y estadística para elaborar un reporte científico, el núcleo del análisis era anecdótico y no incluía ninguna historia que no concluyera que los estadounidenses entraron en pánico la noche del 30 de octubre de 1938.6
Y esto ¿qué relevancia tiene?, se preguntará uno. ¿En qué afecta que académicos y periodistas prioricen un evento o alteren datos si a fin de cuentas escriben sobre un programa de entretenimiento?
La respuesta es sencilla: en mucho. Los análisis y las notas subsecuentes a la transmisión de la dramatización de La guerra de los mundos pudieron tener un efecto catastrófico, más porque los legisladores estadounidenses se los tomaron en serio. Al leer que Welles y su elenco habían causado tal conmoción en las calles, al mismo tiempo que Adolfo Hitler encaminaba a Europa a una inevitable guerra mundial, algunos congresistas propusieron limitar la libertad de expresión en Estados Unidos; que se prohibiera este tipo de transmisiones por los efectos nocivos que tenían sobre la sociedad y se castigara a quien resultara culpable de jugar con las emociones de los estadounidenses.
A final de cuentas no sucedió nada, pero la transmisión dejó una importante lección: siempre habrá quien acepte las cosas sin preguntar ni preguntarse sobre su veracidad, ya sea un programa de radio o televisión, una noticia de un medio con reputación intachable o un simple rumor disfrazado de verdad. En 2018 esa persona incluso puede ser el presidente de Estados Unidos.
Muchos dirán que la desinformación no es nueva, y ahí está el caso de La guerra de los mundos como ejemplo. Hay incluso otro anterior: la campaña egipcia de Napoleón Bonaparte. Bonaparte viajó a Egipto en la última década del siglo xviii con la idea de conquista. Las cosas no salieron como esperaba y la campaña egipcia fue un fracaso rotundo. No obstante, en Francia la idea que se tuvo de la expedición de Bonaparte fue muy distinta. Las noticias afirmaban el enorme éxito que el poderío francés consolidaba en África.
¿Cómo lo logró? De manera muy sencilla. Al igual que en campañas previas como la de Italia, se alió con la prensa y los artistas de moda para convertir la expedición en algo glorioso. Pidió que pintaran cuadros de él en plena conquista, que escribieran notas sobre sus grandes hazañas, así fueran ficticias, e incluso consiguió que varios dramaturgos escribieran obras que exaltaban sus inexistentes triunfos.
Propaganda, desinformación, noticias falsas. Ningún término es de reciente creación. Aun así, con la llegada de Donald Trump al poder, estos tres conceptos han tomado un lugar central en la política y en la sociedad mundial, al grado de ser usados de forma indistinta en diferentes países. Desde Luis Videgaray, en México, cuando se reportó sobre que había ayudado a reescribir un discurso de Donald Trump —“Nunca pensé que llegaría el día en que yo usaría esta frase, pero hoy aplica: Fake News”, tuiteó—, hasta la persona cuyo discurso reescribió, el presidente de Estados Unidos.
Pero eso no es todo. A la par de que la credulidad ha dado pie a la desinformación —la gente no conoce la procedencia de su información ni verifica si es fidedigna—, tanto medios como gobiernos han ayudado a que la ciudadanía —es mejor no generalizar para no caer en la misma trampa que los estudiosos de La guerra de los mundos— cuestione más y, a la vez, menos. Por paradójico que suene, la llegada de Donald Trump a la escena global ha hecho que los medios tradicionales —los que en teoría saben hacer su trabajo y presentan datos sólidos— se conviertan, en la mente de muchos, en predicadores de falsedades.
Puedes regresar a la primera lección aquí: http://andreselias.com/2018/08/26/clase-01-ila-estrategia-de-contraste/
Fragmento de Fake News, la nueva realidad, de Esteban Illades. El libro, recientemente publicado por Grijalbo, es la primera incursión en México al fenómeno de las noticias falsas y su proliferación en internet.